viernes, 13 de julio de 2012

Sueños de verano, capítulo once

El agua fluía despacio mientras el muchacho la contemplaba pensativo apoyado sobre la barandilla del mirador. Desde niño siempre le había gustado contemplar el lento avance del cauce del río en aquel lugar, pues le infundía una tranquilidad como nada en el mundo lo hacía. Todos los males se desvanecían, todo el pesar desaparecía momentáneamente en aquel idílico paraje que poseía cada uno de los sentidos del que se parase a disfrutarlo. El agua hipnotizaba en su lento fluir a la vista y al oído, mientras que el tacto era acariciado por la suave brisa estival y el olfato estimulado por los aromas que la corriente arrastraba. Solo el gusto escapaba a aquella magia, y no siempre, pues cerca de allí había una pequeña pastelería a cuyos pasteles era difícil resistirse. Cientos de veces había disfrutado de aquel lugar con un pastel entre sus manos, deleitándose con lo que la vida le ofrecía con tanta sencillez.

En ese instante, sin embargo, el encanto del lugar era roto por su camisa negra, su semblante desconsolado y sus nudillos despellejados. La belleza reponedora de aquel paraje había sido quebrada por la sombra de la muerte. Pensaba el muchacho como la vida, como aquel río, fluía tranquila a veces, rápida y precipitada otras, y cuando menos lo esperabas llegabas a su desembocadura, al inmenso y frío mar de la vida que es la muerte.

Reflexionando mientras contemplaba como se mecían los juncos, Rodrigo recordaba que toda su desdicha  había comenzado mucho antes, a mediados de julio, poco después de conocerla. Tras cruzarse con su mirada, todo comenzó a girar en torno a Daniela. Pero ese gravitar en torno a un amor adolescente pronto se vio truncado por un accidente tan trágico como inoportuno. El accidente de Juan Pablo había quebrado el inicio de aquel amor, lo había ensuciado cuando apenas comenzaba a nacer y lo había envenenado de manera irremediable. El fracaso parecía asegurado para aquella relación mancillada. Pero Rodrigo estaba empeñado en sacarla adelante, pensaba que su ilusión sería suficiente, que acabaría con todos los males que la pudiesen acosar, pese a que en lo profundo de su mente le atormentasen malos pensamientos.

Lo que quedaba del mes de julio transcurrió con síntomas de mejoría tanto para Juan Pablo como para Daniela, lo cual infundía esperanzas en Rodrigo. Agosto comenzó con paseos por el río y besos bajo los árboles, y siguió con pasión entre las sábanas. Mientras tanto, Juan Pablo había mejorado tanto que alimentó las esperanzas de todos. Su fortaleza en la lucha contra las Parcas había dado un motivo por el que creer en su recuperación. Por su parte, Rodrigo había dejado de tener esos sueños que lo atormentaban, lo que le hacía confiar en que todo había acabado y que a partir de ese momento todo saldría bien.

Y así fue hasta que, a finales de agosto, todo comenzó a torcerse. El primer revés a la buena marcha de los acontecimientos fue una conversación entre el muchacho y Daniela, fruto de los temores infundados de la muchacha. Se encontraban echados sobre la hierba de la ribera del río, con el Sol ocultándose en un horizonte anaranjado, dejando sus últimos rayos de luz a la inminente noche. El viento, cada vez más fresco y agradable, mecía las ramas de los árboles cercanos y los cabellos de Daniela. Era el escenario de tantos besos y caricias, pero esa tarde el asunto era diferente.

-Rodrigo
-Si, amor mío
-Se acerca el otoño, y con él deberás marcharte a la Universidad, ¿lo has pensado?
-Aun no me lo había planteado, Dani, ¿Te preocupa?
-Bastante más que a ti, según parece. ¿Cómo vamos a soportar el peso de la distancia después de pasar todo el verano unidos?
-Siendo fuertes y teniendo muy presente que nos amamos
-Pero, Rodrigo, tú te vas a la ciudad, allí...allí habrá más chicas, seguro que más guapas que yo. Te olvidarás de mi, si te vas... -la voz de Daniela se apagaba a la vez que sus ojos se humedecían y, en un suspiro, añadió- No quiero que te vayas.
-No digas tonterías. Yo tampoco quiero irme Dani, pero es mi obligación -dijo Rodrigo abrazándola-.
-¿Nos dejarás, pues, solos a Juan Pablo y a mí?
- No es eso, pero compréndeme, es mi futuro.
-¿Y qué soy yo? -dijo Daniela con lágrimas en los ojos-.
- Lo más maravilloso que jamás me pudo haber pasado -aseguró Rodrigo mirándola a los ojos y cogiéndole la mano-.
-En ese caso, quédate conmigo, no te vayas -añadió Daniela, tras lo cual comenzó a llorar.

Rodrigo la abrazó y pensó en lo que había dicho. Hasta ese momento no se había planteado que volver a la Universidad supusiese alejarse de Daniela y la posibilidad de olvidarla, aunque esto último le parecía imposible. Su mente actuó rápido, guiada por un impulso alimentado por el amor que le profesaba a Daniela: "me quedaré, mi amor, por ti y solo por ti". Tras esta declaración, Rodrigo secó las lágrimas de Daniela con la yema de sus pulgares mientras le sujetaba su cabeza con las manos, tras lo cual le dio un beso tierno. Aquellas palabras dichas a la ligera le traerían al muchacho, a la larga, más desazón que dicha.

Rodrigo recordaba aquel instante mientras permanecía apoyado en la barandilla del mirador del río. El lúgubre tono de las campanas le sacó de sus pensamientos y reclamó su presencia en el interior de la Iglesia, situada varias calles hacia el interior del pueblo. Rodrigo se giró y comenzó a caminar con pesadez y desgana, como queriendo retrasar el inevitable momento de encontrarse de frente con una realidad que volvía a abrumarlo, aunque esta vez de manera definitiva. La muerte había rondado aquel verano asiduamente su entorno, pero siempre mantuvo la esperanza de que no llegara a blandir su guadaña. Ahora tenía la certeza de que la muerte no rondaba en vano; demasiado ocupada estaba en su milenario cometido como para perder el tiempo en observar almas sin reclamarlas.



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