sábado, 3 de diciembre de 2011

La noche triste de los españoles

Empezaron a sonar como venidos desde el mismo infierno. Los tambores retumbaban una y otra vez, por las calles crecía un rumor sobrecogedor, los soldados se asomaban temerosos por las aberturas de los palacios mexicas. El sonido se detuvo, pero el rumor seguía. No conseguían ver nada desde aquel sitio, todo cuanto se vislumbraba estaba en calma. Deseaban echar un vistazo, pero no querían salir sin que se lo hubiesen ordenado. De pronto entró en la habitación un bisoño soldado, "Cortés ordena que nos marchemos de la ciudad". En las caras de los soldados se dibujo una sonrisa de alivio, habían pasado días de verdadero espanto en aquella ciudad, rodeados de enemigos en cada esquina, pasando hambre y siendo hostigados. Empezaron a vestirse y recogieron sus pertenencias. Iban muy lentos, pues no pensaban dejar allí todo el oro con que Moctezuma les había obsequiado, pese a que el miedo aceleraba sus corazones.



Uno de esos soldados, Juan Gutiérrez, vio en ojos de sus compañeros la maligna sombra de la avaricia y
prefirió coger solo aquello que no le supusiese una molestia. Apretó contra su pecho la cruz de madera que llevaba al cuello y salió el primero, presto a marcharse para siempre de aquella ciudad del demonio. Mientras lo hacía contemplaba las paredes de roca de los pasillos, con relieves monstruosos que helaban la sangre. Él no había llegado con Cortés la primera vez que entró en Tenochtitlán, sino que vino después, cuando Cortés regreso a la ciudad azteca por segunda vez. Cuando llegó a la ciudad quedó maravillado por su grandiosidad, pero pronto se espantó cuando vio a sus compañeros, los que se habían quedado cuando Cortés partió, cercados y hambrientos. Y más terror pasó cuando los mexicas mataron a su propio líder a pedradas y empezaron a hostigar a los españoles.

Salió a la calle y anduvo cauteloso hasta donde empezaban a reunirse todos los soldados, cargados en exceso de dorada impedimenta. Vislumbró a Cortés a la cabeza de lo que empezaba ya a ser una marcha, montado sobre un corcel del que no distinguía el color dada la oscuridad de la noche. Seguía manteniendo el porte de un noble, pese a su desaliñado aspecto, que no desentonaba con el resto de la tropa, pues todos parecían, incluso él mismo, una banda de rateros más que un ejército español. Mezclados con ellos, sin ningún orden ni concierto, iban aquellos indígenas que habían combatido a su lado. En sus caras también se dibujaba el miedo a ese rumor espectral que cargaba el ambiente, demasiado sobrenatural como para ser humano.

Estaban ya cerca de la calzada, sin que ningún mexica los hubiese visto aun. La esperanza empezaba a llenar el corazón del joven Juan. Entraron por aquella estrecha calzada y empezaron a tender los puentes portátiles de madera para cruzar los canales, pues Tenochtitlán estaba en medio de un lago, y esos perros mexicas habían sido muy listos y habían hecho calzadas sobre el río, pero cortadas para defenderse mejor y para que la ciudad fuese una gran prisión. Iban caminando ya por la calzada, cerca del cuarto puente portátil, cuando Juan oyó un infernal  grito que estremeció su alma. Los aliados indígenas comenzaron a correr y a empujarlos. "Su perra madre" pensó, "si estos corren lo mejor es unirse a ellos". Apenas habían empezado a empujarse cuando los tambores volvieron a sonar con una furia sobrecogedora y empezaron a escuchar miles de gargantas furiosas. El terror empezó a apoderarse de él y solo encontró algo de calma cuando empezó a rezar a Dios por su alma.

Los mexicas aparecieron por todas partes. Por detrás, en la calzada, aunque no podía verlos, Juan escuchaba el rumor del combate, los disparos y los gritos de dolor; a los lados, en el lago, cientos de barcas aparecieron de la nada y comenzó una lluvia de proyectiles que mataban por doquier. Juan cogió su arcabuz, lo cargó y disparó, alcanzado a uno de esos seres del averno en el pecho, derribándolo de la barca. Pero no había tiempo para recargar una segunda vez, desenvainó su espada e intentó llegar a donde estaba el puente, tirando el oro que había llevado con él. "Más vale mi vida que todo el oro de estos hideputas". Intentó alcanzar el puente, pero este fue derribado. Vio como un último compañero cruzaba el canal ayudándose de su lanza. Estaban atrapados.



Apretaba la cruz contra su pecho mientras terminaba la oración. Una calma divina se apoderó de él, la calma de saber que Dios está de tu parte y de que ya te está esperando con los brazos abiertos, pero que a cambio de recibirte en su gloria te pide sangre pagana. Cuando el amén emanó de su boca la calma tornó en furia implacable que se apoderó de cada rincón de su ser. Con la espada en una mano y la cruz arrancada de su cuello de la otra, en paz con Dios y sediento de sangre, se lanzó como un loco contra esos que aun mataban a sus compañeros y amigos. Al primer desgraciado le hizo un corte profundo en el cuello, del que salió sangre abundantemente, al segundo le dio un tajo rápido y preciso, de izquierda a derecha, que le abrió el vientre, al tercero le clavó de una estocada cincuenta centímetros de frío acero. Sacó su espada del último desgraciado y se percató de que estaban rodeados. Los mexicas ya no les lanzaban proyectiles, y habían capturado a algunos compañeros. Se lanzó a su rescate, pero rápidamente uno de esos guerreros vestido con la piel de un jaguar lo desarmó. Quedó arrodillado, a su merced, esperando el golpe definitivo de su pagana espada mientras comenzaba una nueva y última oración.

Para su sorpresa no lo mataron. Lo cogieron entre dos guerreros y lo llevaron a uno de los palacios, donde lo dejaron prisionero. Al día siguiente le dieron de comer, al principio fue reacio, pero pronto pensó que quizás aquellos salvajes no lo fueran tanto, que quizás tuvieran algo de compasión, y comió ávidamente. Dos días más tarde empezaron a traerle un brebaje con una espuma blanca por encima que estaba muy fuerte. Cuando lo probó no quiso beber más, pero le obligaron. Al principio sintió una sensación parecida a la que deja el buen vino, el cual había probado en contadas ocasiones. Pero después las sensaciones eran totalmente nuevas, las formas de alrededor empezaban a difuminarse, todo empezaba a llenarse de vivos colores, en vez de caminar parecía que volaba, los rostros de sus captores empezaban a embellecerse y desdibujarse. Desde ese momento no supo cuantos días más pasaron, solo recordaba que lo visitaban unas bellas doncellas con la piel verde y de vestidos blancos que le daban aquel jugo con espuma blanca al que se volvió adicto.

Varios días después de la huida desesperada de los españoles de Tenochtitlán volvieron a sonar los tambores, pero con un tono diferente, más ritual y escalofriante. Juan Gutiérrez fue vestido como uno de sus dioses paganos, y conducido dócilmente hacía el templo mayor de la grandiosa ciudad azteca de Tenochtitlán. Juan no percibía la realidad, creía que verdaderamente había muerto aquella noche en el canal y que estaba haciendo el camino hacia el cielo. Iba vestido con bellos ropajes, con una corona que le recordaba a la aureola de los santos, rodeado de vírgenes de piel verde vestidas con trajes blancos e impolutos, mientras que la multitud que había alrededor de él se abría a su paso y lo adoraban. Subió las escaleras del templo mayor, arriba lo recibieron seis ángeles de piel tersa y extraña que portaban un cuchillo aun más extraño. Lo agarraron. En ese momento se percató de que aquellos ángeles tenían más aspecto de demonios que de seres divinos, pero fue tarde, tenían una fuerza sobrehumana y toda resistencia fue inútil. Lo colocaron sobre una piedra ritual y lo agarraron con fuerza mientras en la drogada mente de Juan una nueva oración pedía por la salvación de su alma. Esta vez sí sería la última.

Los sacerdotes mexicas, cubiertos con pieles humanas, sujetaron a Juan mientras uno de ellos le abría el pecho con una afilada hoja de obsidiana y le arrancaba el corazón. Con el antebrazo lleno de sangre, el sacerdote levantó el corazón aun latiendo y lo ofreció a los dioses y a los cuatro lados del mundo mientras la multitud se emocionaba ante aquel ritual que, sin duda, complacería a sus dioses y haría que esos extranjeros se lo pensaran dos veces antes de volver a sus tierras a saquear y matar. 


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