lunes, 7 de noviembre de 2011

Los hijos de Herácles

La falange avanza uniforme, firme, poderosa, ni una sola fisura, ni un solo titubeo, avanza como un ser vivo, en perfecta armonía con todas sus partes. Sus escudos brillan al Sol, deslumbran al enemigo, su mar de lanzas atemoriza a los jóvenes, sus legendarios mantos rojos infunden el terror entre los veteranos, allí, en el horizonte, vienen los guerreros más feroces del mundo, hijos de Herácles, señores de la guerra, los lacedemonios*.

Entre sus filas se encuentra Lisandro, joven guerrero que apenas acaba de pasar a la edad adulta. Avanza con el valor que le infunden sus compañeros, sus hermanos, y con el deber de defenderlos. Sabe que son una máquina de guerra perfecta, y que todas las piezas deben de funcionar impecablemente, si solo una falla, la falange se rompe y sus hermanos mueren. Sabe que su obligación es matar y si es preciso morir por la ciudad, nada importa más que esta, no hay individualismos, importa el todo, la comunidad.

Los lacedemonios paran en el llano donde les espera la gloria o la muerte. Delante de ellos hay un ejército cinco veces superior. Lisandro observa al enemigo y piensa: "Artesanos, campesinos, mercaderes y pescadores, ni un solo soldado entre toda esa chusma, volveremos a casa victoriosos antes del mediodía". Pese a esto empieza a sentir cierto miedo, hasta la chusma puede clavar un cuchillo en la piel de hierro de un guerrero de manto rojo. Aleja de inmediato tales pensamientos recordando las palabras de su madre, a decir verdad la de todas las madres de sus compañeros:"vuelve con este escudo o sobre él". No contemplan la derrota, nadie la contempla, somos guerreros, nuestro deber es vencer o morir.

Llegan aliados a combatir junto a los lacedemonios, las fuerzas así se compensan un poco. Lisandro los observa y tuerce el gesto, no ve más que artesanos y comerciantes, chusma de la peor clase, ni un solo soldado ¡y van a tener que compartir el campo de batalla, las mieles de la victoria o la vergüenza y la muerte de la derrota! El comandante de la chusma se acerca al comandante lacedemonio.
- ¿Cuántos son ellos?
- Suficientes
- Son más que nosotros, deberíamos de llegar a un acuerdo
- Vete si quieres, los lacedemonios combatiremos hoy
- Pero sin mis soldados combatir contra ellos es un suicidio
- Los únicos soldados de todo el campo de batalla somos los de los mantos rojos, tu solo traes artesanos y campesinos
- Pero...
- ¿Combatíis o no?
- Combatimos

A Lisandro le daban asco ese tipo de hombres, hablan demasiado, preguntan demasiado, aprecian demasiado la vida. Preguntar cuantos son es un insulto, los lacedemonios no preguntan cuántos son, sino dónde están.  Empezaba a encenderse el fuego de la batalla en su interior, aquella conversación había encendido su ira, ¿cómo osaban unos simples tenderos y alfareros cuestionar las órdenes del comandante de los mejores guerreros del mundo? No merecían combatir a su lado, sin embargo, era necesario. Con la impura sangre de aquellos intentos de hombres regarían el campo de batalla y harían resbalar al enemigo, lo cansarían, serían carne de lanzas y espadas, mientras los de los mantos rojos luchaban sin cansarse y esperaban a golpear con toda la fuerza de los dioses.

Suena la flauta, la falange se paraliza por un momento. El comandante habla: "allí están, ya sabéis lo que debéis hacer". La flauta sigue sonando, pero esta vez la falange se mueve, como un solo ser, como el puño del dios Ares que avanza implacable hacia sus enemigos. No se oye otro ruido que el de la flauta acompañado con el tintineo de las armas y el poderoso paso de siete mil guerreros de manto rojo avanzando como uno solo, un poderoso paso que hace temblar la tierra y aterroriza a los enemigos.

Los comerciantes y demás calaña avanzan junto a ellos entre alborotos y terror, no son soldados. Son una masa uniforme, pero no compacta, no durarían mucho en el centro de la batalla. Afortunadamente son simples auxiliares, y aun así está seguro que correrá más sangre suya que de lacedemonios, pues sostienen los escudos con trabajo y sus lanzas titubean, no son soldados. "Su sangre regará estos campos y, junto con la de nuestros enemigos, harán crecer nuestra gloria", piensa Lisandro.

Llega el momento de la verdad, los de los mantos rojos, esos colosos de leyenda, esos señores de la guerra que forman una falange perfecta, avanzan al trote, el choque es inminente. Lisandro está en la tercera fila de la falange, olerá la sangre desde una distancia de unos metros mientra empuja su lanza contra esa escoria y ve a sus compañeros de las primeras filas matar y morir. Chocan. Lanzas contra escudos, puede ver el temor en los ojos del enemigo, ese temor le seduce, le embriaga, el fuego de su interior se convierte en incendio que recorre cada centímetro de su cuerpo, le han estado preparando toda la vida para esto, y por los dioses que dará la talla.

Los gritos de dolor se mezclan con la sangre, que lo inunda todo. Sus lanzas y escudos pronto adquieren un rojo parecido al de sus mantos. Avanzan sobre los cadáveres de los enemigos, dejando atrás a los heridos propios, mientras que se recompone la primera fila con soldados de las anteriores. Lisandro está ahora en segunda fila, su rostro se ve salpicado por la sangre de los enemigos mientra sostiene su lanza firme y embiste, está matando, pero aun no ha experimentado el cuerpo a cuerpo. Embiste con su lanza una y otra vez, el brazo empieza a cansarse, pero una locura asesina se ha apoderado de él, ese incendio le quema y la única forma de apagarlo es matando.

Su compañero de primera fila cae, ha llegado el momento. Avanza hacia su posición, coloca su escudo en armonía perfecta con el del resto de sus compañeros, ahora resiste los golpes de los enemigos mientra sus compañeros de las filas anteriores embisten con sus lanzas como él lo hizo.Ha llegado el momento de la espada, suelta su lanza y la desenvaina. Aguanta los golpes de lanzas y espadas mientras sus compañeros matan con sus lanzas. Un muchacho, no mucho mayor que Lisandro, logra evadir las lanzas y golpea con contundencia su escudo con una espada; Lisandro reacciona como un veterano, da un tajo rápido, preciso, eficaz, y deja al desgraciado desangrándose con una herida en el cuello mientras avanza, junto con sus compañeros, imparable.

La formación enemiga se rompe, sus filas de hoplitas empiezan a huir. Empieza la persecución. Quizás no sea digno para un homoioi* perseguir a tales sabandijas, pero está enfurecido, sediento de sangre, quiere que su espada chorreé sangre enemiga, lo necesita. Él y sus compañeros rompen la formación y corren tras los cobardes que huyen mientras pueden observar como todos los enemigos corren asustados, no queda ni una sola formación que les pueda hacer frente, han ganado la batalla, la gloria les espera, han cumplido con su deber.

En medio de la frenética persecución, loca y desmedida, impulsada solo por el deseo asesino de sangre de unos guerreros, los mejores del mundo, que no han calmado su sed, comienzan a llover flechas y piedras. "Los cobardes -piensa Lisandro- nos atacan desde la distancia e incluso matan a sus compañeros que huyen".  Los de los mantos rojos levantan sus escudos, pero algunos caen, la rabia inunda el corazón de Lisandro y el de sus compañeros, quieren la sangre de los hostigadores, pero sus oficiales les ordenan volver a la formación para protegerse de los proyectiles, y así lo hacen, ordenadamente.

El Sol está en todo lo alto, Lisandro mira a su alrededor mientras se quita el yelmo y envaina su espada, hace ya algún tiempo que la batalla se ganó, tal y como predijo ganarían antes del mediodía, no hay rivales para los hijos de Herácles, señores de la guerra, únicos guerreros de verdad de toda Grecia. El campo de batalla está regado por la sangre de cuerpos inertes de enemigos y aliados, pero pocos de esos cuerpos llevan el legendario manto rojo, la mayoría de sus hermanos están a salvo, y los que han caído lo han hecho con honor. "Es hora de regresar a Esparta con el escudo mientras portamos sobre sus escudos a los compañeros caídos", piensa Lisandro. "Es la hora de volver victoriosos, cubiertos de gloria, con el favor de los dioses, con la cabeza alta y el semblante serio, orgullosos de nuestra victoria y de que los nuestros hayan dado la vida por Lacedemonia, somos los señores de la guerra, los hijos de Esparta".


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*Lacedemonios: es como se llamaban a sí mismos los espartanos
*Homoioi: se trata de la aristocracia espartana, la única que podía acceder a la educación del guerrero, ya que el resto de población no es digna, son los únicos que podían ser guerreros de mantos rojos. Significa "los iguales".

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