miércoles, 18 de abril de 2012

Un día en el infierno, segunda parte

Al salir, Mohamed se encontró con una horrible imagen: decenas de milicianos esparcidos por doquier, desangrados. Lejos de espantarse por aquello, maldijo su suerte, ya que los milicianos no solían tener demasiados alimentos. Las buenas “presas” eran los soldados profesionales, esos sí gozaban de una buena ración. No obstante decidió registrar hasta el último de aquellos cadáveres, probablemente tuvieran alguna lata de conservas o algún mendrugo de pan no demasiado duro.
Tras registrar un par de cadáveres comenzaron a dispararle. Instintivamente se agachó en medio de aquella carnicería mientras los soldados del gobierno daban señales de alarma. Creían que era un miliciano rebelde. Mohamed se arrastró penosamente entre de los cadáveres y los escombros hasta llegar a un lugar resguardado, no sin antes haberse tenido que exponer y haber sentido las balas volar alrededor de su cabeza. Los disparos no dejaron de sonar hasta que se ocultó detrás de un edificio semiderruido. Si los soldados se habían dado cuenta de que lo que tenían delante era un niño les había importado bien poco.  A Mohamed, sin embargo, este hecho no le sorprendió lo más mínimo. Había aprendido ya que en la guerra no importaba que se tuviesen dientes de leche, pechos o canas: las balas y las bombas no hacen distinciones.

Cuando se sintió a salvo corrió por las estrechas callejuelas que conducían a la plaza mayor. Había allí tiendas que no había registrado aún por miedo, ya que se trataba de los comercios que estaban más expuestos a las bombas que cada día caían en el centro de la ciudad. Además se encontraban en tierra de nadie, con constantes intercambios de balas. Para colmo, y como era normal debido al castigo que sufrían, eran los edificios más dañados y que amenazaban con venirse abajo de un momento a otro. Pero Mohamed llevaba ya dos días sin comer y el hambre era más fuerte que el miedo a estas alturas. De todas maneras estaba constantemente expuesto a peligros, uno más o uno menos no importaba si la recompensa era llevarse algo a la boca.

Vislumbró su objetivo mientras permanecía escondido detrás de un montón de chatarra que hace no mucho debió ser un bonito coche. Disparos aislados sonaban aquí y allá no demasiado lejos. Mohamed se armó de valor y emprendió una carrera suicida entre cadáveres, escombros y humo. Su presencia no pasó desapercibida y pronto las balas comenzaron a silbar a su alrededor, provenientes de ambos lados, buscando derribarle.  Su velocidad innata y la agilidad propia de un niño de diez años le valieron para sortear los obstáculos que se cruzaron en su camino rápidamente, pero las balas se acercaban peligrosamente. De repente sintió como un pinchazo en el brazo y se echó instintivamente al suelo, cubriéndose a un lado con unos escombros y a otro con varios cadáveres amontonados.

Miró aterrorizado su hombro con lágrimas en los ojos. Una bala le había rozado y le salía sangre, aunque no demasiada. Estaba acostumbrado a ver la muerte en cada calle, en cada cadáver, pero sentirla de cerca, en su propia carne, le asustó de una manera sobrecogedora. El miedo le hizo acurrucarse con las piernas encogidas sobre el pecho y sujetas por los brazos. Las balas dejaron de sonar, pero él seguía allí, sin poder moverse a causa del pavor que le provocaba sentir el aliento de la muerte en la nuca.

Pasó un tiempo que a Mohamed le pareció infinito mientras lloraba desconsoladamente. Cuando comenzó a calmarse decidió que permanecería allí hasta que llegase la noche, y entonces correría de nuevo hacia las tiendas del mercado. Su herida había dejado de sangrar, pero le dolía bastante. La calma reinaba ahora en toda la plaza mientras el Sol comenzaba su lento descenso hacia el horizonte. Miró a su alrededor y comenzó a registrar los cadáveres que le cubrían de las balas cuidadosamente, con miedo a que al moverlos demasiado el montón que formaban se desmoronase y le dejara al descubierto.

Al terminar el registro se sintió un poco más animado, pues había encontrado un par de latas de conservas y cuatro chocolatinas. Sin duda aquellos cadáveres eran de soldados gubernamentales, pues un botín tal no se encontraba en cadáveres de milicianos. Sin embargo no tenía la seguridad de que así fuese porque estaban tan sucios de barro y sangre y tan deformados por el castigo que les habían infringido que no se les podía reconocer. Mohamed los miraba sin inmutarse siquiera por aquella grotesca escena, pues estaba ya acostumbrado a las monstruosidades que el hombre es capaz de realizar sobre sus congéneres. De hecho, se sentía feliz por la comida que había encontrado y su ánimo mejoró pese a que el dolor del hombro no menguase. 

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