sábado, 14 de abril de 2012

Un día en el infierno, primera parte

El Sol se alzaba débil en el horizonte, con destellos anaranjados que empezaban a inundar toda la ciudad. La brisa fresca de la mañana acariciaba los rostros de cientos de hombres sin más hogar que la trinchera ni más amigos que el fusil. A su alrededor la destrucción de los edificios ofrecía una macabra y triste estampa, rematada por cadáveres aquí y allá, unos sin heridas visibles, otros terriblemente mutilados. Aquel era el horror de una guerra que antes de empezar ya estaba perdida, como todas las guerras civiles. La tranquilidad de la mañana fue rota por las explosiones de morteros, las descargas de fusilería y el traqueteo de las ametralladoras. El fratricidio seguía su curso un día más.
Mohamed saltó de su cama. Como cada mañana las explosiones hacían de macabro despertador. A sus diez años sabía lo que era el horror de la guerra gracias a líderes sin escrúpulos y rebeldes radicalizados.  No entendía demasiado bien todo aquello, había pasado de un día para otro de ir a la escuela, reír y jugar junto con sus compañeros, a correr por las calles para salvar su vida entre los escombros, buscando algo de comer. No entendía el motivo por el que personas que antes reían juntas se estuviese ahora matando en las calles. Ni siquiera entendía demasiado bien que era aquello de la muerte, pese a haberla visto cerca. Solo entendía una cosa: el tiempo de jugar, de ser un niño, había acabado.

Mohamed se escondió debajo de la cama al sentir que las bombas caían cerca. Permaneció acurrucado bajo el colchón, muerto de miedo, durante unos minutos que parecieron horas. Echaba de menos tener a alguien que le abrazase y le protegiese de aquel infierno, creando con sus brazos una barrera imaginaria para las balas, las explosiones y el dolor. Pero los brazos que podían calmar su miedo, bajo los que se sentía seguro, hacía ya algún tiempo que yacían fríos e inertes en las calles de aquella ciudad arrasada.

El padre de Mohamed había muerto los primeros días de combate tras caer una bomba en el taller donde trabajaba, mientras que su madre recibió el impacto de una bala perdida mientras esperaba a comprar alimentos en una tienda del barrio una semana después. Sus hermanos varones habían tomado partido en el bando de los rebeldes tras la muerte de su padre, cuando su madre estaba todavía viva, y nunca más había sabido de ellos. Su única hermana hacía tiempo que se había marchado de la ciudad, antes incluso de la guerra, para casarse con un hombre mayor que a Mohamed siempre le olía raro. Estaba solo.

Cada día Mohamed recorría los mercados destruidos y las casas abandonadas en busca de algún tipo de alimento. Había días en los que tenía suerte y podía comer algo, pero la mayoría volvía a su casa sin nada que llevarse a la boca. Con el tiempo, y forzado por el hambre, se aventuró a ir más allá de registrar casas y se dedicó a registrar cadáveres, sobre todo de soldados. La primera vez abrió los bolsillos de un hombre con el rostro desfigurado llorando, entre el pavor por aquella grotesca escena y la imperiosa necesidad de encontrar alimento para no desfallecer. Con el tiempo fue perdiendo la inocencia propia de los niños y dejaron de asustarle los rostros desfigurados, los miembros amputados, los cuerpos pálidos y gélidos y los charcos de sangre. Aprendió que en la guerra la supervivencia va más allá de cualquier miedo o escrúpulo.

Las bombas dejaron de sonar cerca y los disparos se fueron alejando. Era una mañana fría, y Mohamed tuvo que abrigarse con un chaleco que no hacía mucho su madre había tejido para él. Lo olió como queriendo evocar el momento en el que lo recibió lleno de ilusión con una sonrisa mientras contemplaba el rostro iluminado de su madre. Parecía que habían pasado años desde aquello, cuando en realidad solo hacía unas cuantas semanas. Quiso llorar al recordar ese dulce momento de un pasado mejor, pero se dijo a sí mismo que los hombres no lloran. Tras esto se puso el chaleco y salió a buscarse la vida entre la miseria que traen la ambición y la locura humana.

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