martes, 1 de noviembre de 2011

La gloria del guerrero

Disparos. Confusión. Humo. Explosiones. Un soldado.
Los ojos asustados del soldado muestran la impotencia del que no puede controlar la situación y el miedo ante la muerte inminente. Ese soldado, de rostro ennegrecido, de cabellos mugrosos y mirada temerosa, acurrucado detrás de un fragmento de muro aun en pie, llorando de miedo, fue otrora un altivo guerrero que se pavoneaba con su uniforme de gala delante de las muchachas. Hablaba entonces de valor, de matar y de morir por su país, por su causa, por su familia y por aquellas señoritas que lo miraban admiradas. Lejos quedaba ya aquello, pensaba el muchacho, entonces era joven, y aunque solo habían pasado unos meses, ahora se sentía viejo, anciano, veterano, se sentía un hombre de verdad, al que la muerte le está esperando en cada rincón.

Explosión. Bombeo acelerado del corazón. Traqueteo de la ametralladora enemiga. Gritos. Dolor. Muerte.
El muchacho seguía acurrucado detrás del muro que le separaba de las balas enemigas y de la muerte, sin saber que hacer o hacia donde ir, estaba atrapado. ¡Que gloriosa era la guerra en la distancia! pensaba el muchacho. Pero ahora, lleno de barro, sangre y mierda, muerto de miedo, tiritando de frío y espanto, con la cara negra como la noche y alma encogida, la guerra era el peor de los destinos, la mayor de las catástrofes. Demasiado tarde.

Disparos. Gritos. Explosiones.
El miedo le impedía moverse, y, sin embargo, tenía que hacer algo. Siguió recordando. Recordó que antes de alistarse su vida no merecía siquiera llamarse así. Su borracho padre se había alegrado de que se fuese a la guerra, ya que tenía una boca menos que alimentar y más dinero para whisky, su madre siempre había estado demasiado ocupada con sus cinco hermanos como para darle el cariño que siempre había necesitado, y sus hermanos pequeños no eran más que una masa ruidosa que le molestaba cuando leía o dormía. Los pocos amigos que tenía se habían alistado con él, y ahora estaban esparcidos por el campo de batalla, muertos. La única mujer que había amado estaría ahora mismo en la cama de otro, más rico y guapo que él. Ahora se había dado cuenta, su vida no valía nada, por eso estaba allí, porque nadie lo quería, nadie lo echaría de menos. Lloraba, pero ahora lo hacia de rabia.

Disparos. Gritos. Explosiones. Rabia.
Apretó el fusil contra si pecho, hizo recuento de munición. Miró por encima del fragmento de muro que había sido su salvación hasta entonces, vio al enemigo. Un último pensamiento le recorrió la mente: "tú, enemigo, no tienes culpa de nada, pero lo pagarás como si fueras el principal responsable". Saltó por encima del muro, corrió hacia el enemigo esquivando las balas que le enviaban, disparaba cuanto podía, mataba cuanto deseaba.

Disparos. Gritos. Explosiones. Bayoneta cubierta de sangre. Dolor. Confusión.
Cuando volvió a percibir la realidad se vio en medio de la trinchera enemiga, con una herida en el hombro que le sangraba abundantemente, aunque no parecía seria, rodeado de soldados amigos que le felicitaban por su valor; gracias a él habían tomado la posición que tantas vidas había costado. Soltó una carcajada; luego empezó a llorar. Reflexionó: "¿Cuántas veces, a lo largo de los siglos, se habrá confundido locura con valor? Quería morir, y ni siquiera eso conseguí, y ahora soy un héroe".

Así nace un héroe, de la demencia provocada por una vida deplorable, del miedo y la ira, cubierto por prendas andrajosas, sucio de barro, sangre y mierda, herido en el alma y, a veces, también en el cuerpo, con lágrimas en los ojos, unos ojos de niño que ha sido forzado a madurar a base de dolor y muerte. Esta es la gloria del guerrero.

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