viernes, 4 de noviembre de 2011

Alimañas de medianoche

Noche fría, lluviosa y muy oscura. Sombras que se cruzan por el camino con la fugacidad de un rayo, miedo por no poder distinguir entre amigos y enemigos, miedo por lo que se oculta entre las sombras, miedo al hombre y a la bestia, miedo a la bestia con forma de hombre. El muchacho camina por la calle, veloz y alerta, su casa está cerca, y es por eso que sabe que es en esta parte de su camino donde más aprisa debe ir. Los suburbios no son buen lugar para caminar de noche.

Pasos a su espalda. Lluvia intensa, oscuridad profunda, el miedo le recorre la espalda y anida en su estómago, conoce muy bien lo que viene ahora, no en vano hace unos años él era el asaltante y otro desgraciado era el asaltado. Espera la voz que salga de la penumbra, amenazante y concisa, o el brazo que lo agarre, la fría hoja de acero en el cuello, el miedo ante su afilada punta; nada ocurre. Empieza a calmarse, los pasos han cesado, avanza en el silencio de la noche interrumpido por el sonido de  las gotas que caen sobre mojado. Todo parece haber pasado, se calma y dibuja una sonrisa en su rostro, piensa en lo mal que lo hizo pasar en otro tiempo a alguien como él.

Vislumbra su casa, está a solo unos metros. Pasos. Mira a su alrededor y distingue tres figuras que se aproximan, no son simples asaltantes. Un hombre con acento del norte dice su nombre, el muchacho intuye a lo que vienen. Sabía que llegaría este momento, y, aunque no lo esperaba tan pronto, estaba preparado. Había hecho mucho mal, y en aquel infierno maquillado de cierta humanidad nadie olvidaba y mucho menos perdonaba. Agarró fuerte a su afilada compañera y se dispuso a vender caro su pellejo. Los asaltantes titubearon, pero enseguida se lanzaron hacia él.

El tintineo de hojas que se cruzan rompió la monotonía de la lluvia, la danza de la muerte siguió su curso entre charcos y barro, pronto acompañados por sangre caliente que se derrama de cuerpos inertes. El silencio de la noche lo desgarran gritos de dolor y maldiciones con acento del norte. Las luces de las casas acaban con el reino de la oscuridad, vecinos asomados a las ventanas intentan vislumbrar quien ha caído esta vez, a lo lejos se empiezan a escuchar sirenas. Tres cuerpos yacen en el suelo, inmóviles.

El muchacho se aleja del lugar, nada le disgustaría más que volver a perder la ansiada libertad que tan solo unas horas antes había recuperado. Maldecía en su interior aquel encuentro, maldecía su pasado, maldecía el futuro que le esperaba tras aquello, maldecía el maldito presente húmedo y frío, con la ropa pringosa por la sangre de unos bandidos que en otro tiempo fueron aliados. Había pagado por su mal, se había reformado, era una persona nueva; o al menos eso creía.

Ahora lo había comprendido, nadie escapa de su pasado, la cárcel no redime, la cautividad no hace olvidar, el arrepentimiento no hace perdonar. Sus errores del pasado habían marcado su presente y su futuro, nadie escapa de la sombra de la sangre de inocentes derramada, del espectro de los asesinados, de las lágrimas de ira de una madre que ha perdido a su hijo a manos de un asesino.

Una nueva sonrisa apareció en su rostro, pero esta estaba cargada de maldad.Se había rendido, había dejado de luchar, había tirado por la borda años de cautiverio, de enseñanzas y buenos consejos, en una noche, en un instante, en tres vidas más sacrificadas a la noche. No pudo contener su enferma obsesión por la muerte, no pudo frenar su sed de sangre, era su droga, su vicio, y el contacto con ella se lo había recordado. En su cabeza resonaba una y otra vez: "No puedo escapar a mi destino, soy un asesino, y eso seré toda la vida. Me gusta el olor a sangre, el miedo en los ojos de mis víctimas, el divino poder de decidir entre la vida y la muerte de otro ser";  y con este pensamiento desapareció en la oscuridad de la noche, fría y lluviosa, del mes de noviembre.

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