sábado, 29 de octubre de 2011

La magia de los hombres

La lluvia, con su incesante monotonía, golpeaba los cristales de una habitación alumbrada con el débil resplandor de una vela. En aquella habitación, tan calmada y fría, había un joven que miraba por la ventana,  a través de la cual admiraba la belleza que hay en la lluvia y en el viento, y el terror infantil que hay en un rayo partiendo el cielo o en la atronadora explosión del trueno. Era una belleza triste y un terror nostálgico, era una noche para soñar sin dormir y recordar sin pensar.

El joven, de rostro gris y apenado, se sentó delante de su escritorio, dispuesto a evadirse de aquella realidad. Sacó su varita mágica y la agitó sobre la superficie de la mesa. De repente la lluvia cesó y el Sol brilló con todo su esplendor, la noche se había transformado en un día luminoso, brillante, en el que los pájaros cantaban y el aire olía a azahar. Se contempló en el reflejo de la ventana y su rostro irradiaba vida, su boca dibujaba una sonrisa exquisita, sus ojos eran de un verde intenso y de una fuerza sobrecogedora. Salió de aquella habitación sin levantarse de la silla y, mientras seguía agitando la varita, recorrió un valle encantado, plagado de flores y atravesado por un río, mientras veía a lo lejos una silueta femenina que se acercaba.

Su rostro era pequeño y hermoso, sus ojos marrones e intensos, su cabello ondulado y negro como el carbón, su piel blanca y suave como el algodón, sus labios rosados y carnosos. Sus movimientos eran gráciles y bellos, su voz música para los oídos. Se acercó al muchacho y le agarró la mano con la ternura de una madre y el deseo de una amante, y caminaron hacia el río rodeados de amapolas.

Cesó de agitar su varita, y todo desapareció, volvía a estar en aquella lúgubre habitación, con el rostro triste y gris, con el aire oliendo a humedad, solo en medio de aquella oscuridad interrumpida tan sólo por la débil llama de una vela. Sonrió al pensar en lo que había pasado, y se sintió desdichado por haber sido sacado de aquel idílico sueño. Miró su varita y encontró el problema, se había quedado sin tinta. Buscó el tintero, la mojó, y la volvió a agitar, suave y delicadamente sobre el papel, mientras pensaba ¡Ah, la magia de la escritura!

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