La lluvia, con su incesante monotonía, golpeaba los cristales de una habitación alumbrada con el débil resplandor de una vela. En aquella habitación, tan calmada y fría, había un joven que miraba por la ventana, a través de la cual admiraba la belleza que hay en la lluvia y en el viento, y el terror infantil que hay en un rayo partiendo el cielo o en la atronadora explosión del trueno. Era una belleza triste y un terror nostálgico, era una noche para soñar sin dormir y recordar sin pensar.
El joven, de rostro gris y apenado, se sentó delante de su escritorio, dispuesto a evadirse de aquella realidad. Sacó su varita mágica y la agitó sobre la superficie de la mesa. De repente la lluvia cesó y el Sol brilló con todo su esplendor, la noche se había transformado en un día luminoso, brillante, en el que los pájaros cantaban y el aire olía a azahar. Se contempló en el reflejo de la ventana y su rostro irradiaba vida, su boca dibujaba una sonrisa exquisita, sus ojos eran de un verde intenso y de una fuerza sobrecogedora. Salió de aquella habitación sin levantarse de la silla y, mientras seguía agitando la varita, recorrió un valle encantado, plagado de flores y atravesado por un río, mientras veía a lo lejos una silueta femenina que se acercaba.
Su rostro era pequeño y hermoso, sus ojos marrones e intensos, su cabello ondulado y negro como el carbón, su piel blanca y suave como el algodón, sus labios rosados y carnosos. Sus movimientos eran gráciles y bellos, su voz música para los oídos. Se acercó al muchacho y le agarró la mano con la ternura de una madre y el deseo de una amante, y caminaron hacia el río rodeados de amapolas.
Cesó de agitar su varita, y todo desapareció, volvía a estar en aquella lúgubre habitación, con el rostro triste y gris, con el aire oliendo a humedad, solo en medio de aquella oscuridad interrumpida tan sólo por la débil llama de una vela. Sonrió al pensar en lo que había pasado, y se sintió desdichado por haber sido sacado de aquel idílico sueño. Miró su varita y encontró el problema, se había quedado sin tinta. Buscó el tintero, la mojó, y la volvió a agitar, suave y delicadamente sobre el papel, mientras pensaba ¡Ah, la magia de la escritura!
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