domingo, 13 de mayo de 2012

Sueños de verano, capítulo diez

Rodrigo despertó con una extraña sensación en el cuerpo. No se sentía mal como por la mañana, no tenía miedo ni estaba empapado en ese sudor frío y pegajoso con que el terror cubre el cuerpo de los que lo padecen, pero aquel sueño también había hecho mella en su espíritu y le había dejado una extraña sensación en el pecho. Había pasado mucho tiempo desde que se tumbó en la cama al mediodía, había dormido mucho y, pese a la extraña sensación que sentía, se encontraba bastante descansado. Miró su reloj de pulsera y comprobó que aún no era tarde para visitar a Daniela, pero que debía darse prisa. Por ello, dejó de lado toda la pesadumbre que el sueño le pudiese causar y corrió a arreglarse un poco.

Frente al espejo del baño se dio cuenta que estaba vestido, no se había quitado la ropa antes de dormir. Al pensarlo recordó que estaba tan cansado que tan solo con tumbarse en la cama había caído en un profundo sueño; por ese motivo llevaba aún la ropa. Con la mirada aún fija en su reflejo observó como su rostro había experimentado una notable mejoría con respecto a aquella misma mañana. El arañazo seguía ahí, en su mejilla, recordándole la locura que puede provocar el miedo y el desconocimiento de la realidad. Pasó sus dedos entre sus cabellos suavemente, a modo de peine, hasta lograr asentar un poco los alborotados pelos de recién levantado. Tras esto salió con bastante prisa, sin atender las palabras de su madre, que le pedía que comiese un poco antes de salir.

Hizo el camino hasta casa de Daniela andando, pues necesitaba ejercitar un poco las piernas y que el aire refrescase su ánimo y le arrancase ese olor a hospital que lo impregnaba. Cuando llegó a casa de Daniela una sensación desagradable se apoderó de él y el recuerdo del día anterior acudió nítido a su mente: la velocidad cortando el viento, el rugido de aquella bestia de metal, la sonrisa sincera y confiada de Juan Pablo justo antes de salir, el ruido del motor alejándose hacia la perdición mientras él solo tenía ojos para Daniela, el amor juvenil, las caricias sinceras, las miradas infinitas, el placer adulto, la desgracia que lo desvaneció todo. Intentando desprenderse de esos pensamientos, apretó el timbre inseguro, pues quería ver a Daniela, pero el peso de las palabras del sueño sonaban una y otra vez en su mente haciendo que un escalofrío le recorriera el cuerpo: "Daniela será lo que elijas que sea, tan solo debes de tomar la decisión adecuada".

La puerta se abrió y apareció el imponente Ernesto, con su tez morena y una sonrisa sincera. Le tendió su poderosa mano y, al apretarla, Rodrigo se percató de la aspereza de esta, característica del hombre que se gana el pan con duros trabajos manuales. "Hola muchacho" fue todo lo que salió de la boca de aquel hombretón, mientras que con un gesto le invitaba a pasar. En el interior de la casa, que ya conocía pese a que aparentara estar allí por primera vez, se le acercó la madre de Daniela. Rodrigo solo la había visto levemente el día anterior, entre la turbación y las lágrimas, y no había podido contemplar su belleza. La mujer se le acercó y le dio un beso en la mejilla, pero no articuló palabra. Ernesto intervino y le dijo que él le acompañaría hasta el cuarto de su hija, mientras su esposa volvía al salón cabizbaja.

Aquel encuentro extrañó al muchacho, pero atribuyó la actitud de la madre de Daniela a la confusión que reinaba alrededor de aquella familia. Por lo demás, a Rodrigo le había impresionado el hermoso semblante de aquella mujer."Daniela es el fiel reflejo de su madre", pensaba mientras subía las escaleras. Con la piel castigada por el paso de los años, el rostro de aquella mujer que acababa de ver seguía teniendo una belleza especial, mejorada, incluso, con los surcos de la edad. Su pelo sedoso era igual al de Daniela, su nariz y su boca se asemejaban de tal manera que parecían hechos del mismo molde; sus ojos eran de un marrón muy cercano al de su querida muchacha, aunque más oscuros e intensos, pero menos encantadores. Era una hermosura madura y apagada, en decadencia, pero aun digna de contemplar.

Al llegar al primer piso Rodrigo miró la puerta de la habitación de Daniela con incertidumbre. Su instante de duda fue rápidamente diluido por Ernesto, que, por delante de él, abrió la puerta de la habitación de su hija. Rodrigo se apresuró a entrar, empujado más por la mirada de Ernesto que por su propia resolución. Al entrar, sus recuerdos del día anterior volvieron con tal nitidez a su mente que sintió una cálida excitación que le recorrió todo el cuerpo. Pero pronto desapareció, sumergida en el mar de las dudas que se le planteaban ante la visión de Daniela. Mientras avanzaba hacia la cama, Ernesto permaneció en el umbral de la puerta.

Al observarla de cerca pudo comprobar que la belleza que lo había cautivado desde el primer instante había desaparecido del rostro de Daniela, ahora pálido y con síntomas de una larga vigilia. Rodrigo se acercó a la muchacha y esta lo recibió con una sonrisa fingida, pues no le apetecía ver a nadie, y menos que la vieran en aquel lamentable estado. Rodrigo le dio un beso en la mejilla, sintiendo la pringue y el sabor salado del sudor en sus labios. Rodrigo quiso seguir, quiso besar aquellos labios que había añorado desde el mismo instante que se separó de los suyos el día anterior, pero la presencia de Ernesto en la puerta le disuadió de cualquier intento en ese sentido.

Rodrigo seguía contemplando a Daniela, que le miraba a ratos, pero la mayoría de las veces intentaba esquivar su mirada. Los ojos de Daniela no tenían ahora la viveza de días atrás y su belleza había menguado a causa de la hinchazón que le habían provocado las lágrimas y la falta de sueño.  El muchacho sostuvo su mano desde el instante en que le había regalado aquel beso en la mejilla, pero las palabras, que en otras ocasiones surgían solas de su boca, parecían negarse a romper el silencio reinante en la habitación. Aquel silencio fue roto, sin embargo, por el sonido de la puerta al cerrarse. Ernesto les había brindado la intimidad que tanto necesitaban para poder hablar con soltura. Rodrigo, aunque aún inseguro, decidió dar el primer paso.

-Daniela, ¿cómo estás?
-¿Cómo está él, Rodrigo? Mis padres no han querido decirme nada. Creen que eso es mejor para mí. Pero yo necesito saber cómo está Juan Pablo -Daniela lo miraba ahora con toda la intensidad de su mirada, aquella misma mirada que lo había seducido, que lo había enamorado, ahora clamaba algo que se sentía incapaz de negarle-.
-Sigue mal, si te soy sincero, sigue verdaderamente mal, pero está estable. ¿Cómo estás tú?
-Yo estoy bien, aunque algo cansada -dijo la muchacha al cabo de un rato, con la mirada perdida-.
-Dani, para lo que necesites aquí estaré.

Al escuchar aquellas palabras ella lo miró con una luz en sus ojos que recordaba ya a días mejores. La fuerza de su mirada penetró en Rodrigo, arrollando cualquier mal a su paso, dejando solo un deseo irrefrenable. La mirada del muchacho encontró pronto los labios de Daniela, y su cuerpo comenzó a actuar solo. Rodrigo acercó su rostro al de ella, mientras sus manos rodeaban su cabeza con delicadeza y su boca se acercaba a la de la muchacha. Sus labios se encontraron en el instante preciso en que sus corazones querían salirse del pecho. Tras el beso se miraron durante largo tiempo sin articular palabra alguna. "Esto es lo que elijo que seas Daniela, concédeme que así sea" pensaba el muchacho mientras sentía que todo saldría bien.

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